lunes, 30 de noviembre de 2009

XII

El Vagabundo pasó entre jardines de lanzas y espadas clavadas en el suelo, con las empuñaduras y astas desafiando al cielo. El viento se agitó con furia, los copos, de algodón esta vez, le golpeaban la cara y hojas afiladas venidas de los dioses sabían donde le rasgaban suavemente las mejillas. El Vagabundo se cubrió con las manos.

Comenzaron a caer truenos de papel, de la tierra brotaban ópalos iridiscentes allí donde la energía se clavaba. El Vagabundo entornó la vista, el viento cesó, y a lo lejos vio una hueste de gigantes de hielo en torno a una mujer.

La Emperatriz de los Reinos Helados avanzaba con su corte invernal. Irá a mi encuentro, pensó él mientras el solemne ejército avanzaba.

Verla le producía los peores sentimientos al Vagabundo. Una angustia apisonadora, una fria apatía, un dolor sabor pomelo, ganas de llorar océanos. Si llorara ahora, se dijo, la Emperatriz me vería, pero el océano se la llevaría antes de alcanzarme y la angustia, el dolor y la apatía podrían poner de nuevo mayores muros y distancias.

El Vagabundo lloró y un océano de lágrimas barrió la hueste de gigantes. Las espadas y las lanzas desenterradas les dieron muerte y los ópalos cubrieron sus cuerpos en sepulcros iridiscentes.

La vorágine se llevó muy lejos a la Emperatriz.

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