domingo, 22 de noviembre de 2009

VIII

Un día, después de echarse a dormir, despertó en un lecho y una habitación sumida en la penumbra, iluminada por el fuego de una chimenea.

"¿Estoy en el salón?"

Un hombre rechoncho y con las mejillas coloradas fue a atenderle. Los dioses sean bendecidos, decía, ni los gigantes de hielo, ni la Emperatriz de los Reinos Helados te ha atrapado. Ni el cruel frío, ni el viento aullante te han matado, ¿has visto tus manos? Vestías con las más livianas ropas y no tenéis ni sabañones, esto es admirable, inaudito y mágico.

El Vagabundo se levantó del cálido lecho, mirando todo a su alrededor con extrañeza. La madera con que estaba construida la cabaña le recordaba a un bosque. En los Reinos Helados no hay bosques, pensó, sólo nieve. Y montañas, alguna que otra ocasión. Observó al hombre de rostro congestionado. ¿Tú eres el Anfitrión? Sí, dijo el hombre, y puedes marcharte cuando quieras, pero me gustaría que me respondieras antes a alguna pregunta. Yo también quiero respuestas, pero en algún lugar de allí fuera, dijo el Vagabundo.

El Vagabundo se levantó y abrió la puerta, y oyó una vez al Anfitrión hablar antes de que el viento se tragara su voz.

"Esperad, ¿vos sois...?" Pero no volvió atrás ni el paso ni la vista.

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