lunes, 30 de noviembre de 2009

XIII

A veces el Vagabundo se echaba a dormir y soñaba que caía tanta nieve que tapaba las montañas y caminaba sobre una llanura infinita. Cuando se despertaba, la nieve lo había cubierto, pero las montañas seguían ahí.

A veces se cernía la noche, y el Vagabundo iba a tientas, sabiendo su destino aún menos que por el día.

A veces se daba cuenta de la evidencia, que aquellos parajes helados no lo mataban de frío.

XII

El Vagabundo pasó entre jardines de lanzas y espadas clavadas en el suelo, con las empuñaduras y astas desafiando al cielo. El viento se agitó con furia, los copos, de algodón esta vez, le golpeaban la cara y hojas afiladas venidas de los dioses sabían donde le rasgaban suavemente las mejillas. El Vagabundo se cubrió con las manos.

Comenzaron a caer truenos de papel, de la tierra brotaban ópalos iridiscentes allí donde la energía se clavaba. El Vagabundo entornó la vista, el viento cesó, y a lo lejos vio una hueste de gigantes de hielo en torno a una mujer.

La Emperatriz de los Reinos Helados avanzaba con su corte invernal. Irá a mi encuentro, pensó él mientras el solemne ejército avanzaba.

Verla le producía los peores sentimientos al Vagabundo. Una angustia apisonadora, una fria apatía, un dolor sabor pomelo, ganas de llorar océanos. Si llorara ahora, se dijo, la Emperatriz me vería, pero el océano se la llevaría antes de alcanzarme y la angustia, el dolor y la apatía podrían poner de nuevo mayores muros y distancias.

El Vagabundo lloró y un océano de lágrimas barrió la hueste de gigantes. Las espadas y las lanzas desenterradas les dieron muerte y los ópalos cubrieron sus cuerpos en sepulcros iridiscentes.

La vorágine se llevó muy lejos a la Emperatriz.

domingo, 29 de noviembre de 2009

XI

Los copos de nieve eran melodías en el cielo, marcados al compás del viento. El Vagabundo había llegado a un jardín y se puso a recoger rosas rojas del suelo. Las había visto morir mientras las sostenía.

Todo es blanco y gris y azul, y a veces, a veces rojo, pero siempre se me marchita en las manos, se dijo el Vagabundo. Comeré de estas flores antes de que mi tacto mate sus colores.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

X

El Vagabundo llegó ante una gigantesca puerta en medio de la llanura nevada. Estaba hecha con alabastro negro y tallada habilmente con la escena de una orgía. Se situó al otro lado, y encontró tallas igualmente hábiles, pero con la Muerte danzando y su séquito de calaveras.

El Vagabundo golpeó varias veces preguntándose cómo abrirla. Una mano le tocó el hombro, la mano de la mujer barbuda que, tras su barba, sonreía.

Llamar no bastará para abrir esta puerta. Los gigantes de hielo la encontraron antes que tú, y su furia, armada por bastos garrotes, no la ha derribado. Los mamuts pasaron por aquí y las embestidas con sus largos cuernos de marfil no la han destruido. Los rayos de los orgullosos dioses del cielo trataron de abatirla, y no lo lograron. Así habló la Mujer Barbuda, y el Vagabundo preguntó: ¿Qué puedo hacer para abrirla?

"Despertar bastaría."

domingo, 22 de noviembre de 2009

IX

El Vagabundo llegó a un abismo que separaba dos grandes extensiones de nieve. Sobre el abismo se alzaba un sólido puente de piedra partido por la mitad, en un extremo estaba el Vagabundo, en el otro extremo, una mujer de pie. Su cabello le recordaba a un fuego lento y dócil, sus ojos a un fuego ardiente, y el resto de su cuerpo desnudo a un incendio. Miraba silenciosa al Vagabundo.

¿Quién eres?, preguntó el Vagabundo, como si anhelara verla desde hacía mucho tiempo. Ya lo sabes, respondió ella como si anhelara verlo desde hacía mucho tiempo.

¿Por qué estás allí? Porque así ha de ser.

Quiero estar contigo. Y yo también.

Pero no puedo atravesar este puente. Y yo tampoco.

Te quiero. Y yo a ti.

El Vagabundo se dedicó a mirarla durante mucho tiempo. No supo cuánto. Se frotó los ojos, y cuando los abrió sólo vio llamas desvaneciendose. El Vagabundo siguió allí, con la esperanza de que reapareciera. Y al final se marchó.

VIII

Un día, después de echarse a dormir, despertó en un lecho y una habitación sumida en la penumbra, iluminada por el fuego de una chimenea.

"¿Estoy en el salón?"

Un hombre rechoncho y con las mejillas coloradas fue a atenderle. Los dioses sean bendecidos, decía, ni los gigantes de hielo, ni la Emperatriz de los Reinos Helados te ha atrapado. Ni el cruel frío, ni el viento aullante te han matado, ¿has visto tus manos? Vestías con las más livianas ropas y no tenéis ni sabañones, esto es admirable, inaudito y mágico.

El Vagabundo se levantó del cálido lecho, mirando todo a su alrededor con extrañeza. La madera con que estaba construida la cabaña le recordaba a un bosque. En los Reinos Helados no hay bosques, pensó, sólo nieve. Y montañas, alguna que otra ocasión. Observó al hombre de rostro congestionado. ¿Tú eres el Anfitrión? Sí, dijo el hombre, y puedes marcharte cuando quieras, pero me gustaría que me respondieras antes a alguna pregunta. Yo también quiero respuestas, pero en algún lugar de allí fuera, dijo el Vagabundo.

El Vagabundo se levantó y abrió la puerta, y oyó una vez al Anfitrión hablar antes de que el viento se tragara su voz.

"Esperad, ¿vos sois...?" Pero no volvió atrás ni el paso ni la vista.

VII

"¿Y qué hago yo, por estos parajes frios y desolados, buscando a una mujer que no conozco?", se preguntó el Vagabundo.

sábado, 21 de noviembre de 2009

VI

El Vagabundo llegó a un lugar donde el Padre ahogaba al Hijo en su llanto. Sus abundantes lágrimas formaban un charco abrasante en la nieve, mientras el Hijo, de rostro desconocido, sacudía su cabeza bajo las lágrimas. El Padre sollozaba con el rostro arrugado por la pena y la miseria.

"¿Por qué ahogas a tu hijo?" preguntó el Vagabundo. El Padre lo miró, sin comprender, y siguió agarrando el largo cabello, apretando contra el charco salado. Parecía un agricultor enterrando una patata. Yo lo quiero, yo lo quiero, es lo único de mi vida, decía entre balbuceos. Y seguía apretando.

Junto al charco de lágrimas el Vagabundo encontró una pared de cera. Hundió ahí sus dedos, con rabia, y rugió desde las tripas.

lunes, 16 de noviembre de 2009

V

Más tarde, el Vagabundo no recordaría cuándo se había levantado y dejado a aquella mujer con su ajedrez. Se encontró rodeado de copos de nieve rojos como corazones, manchando la nieve con regueros de sangre. El Vagabundo se dejó fluir entre ellos, pero pronto empezó a preguntarse si eso sería lo correcto. Los copos caían aleatoriamente. Comenzó a bailar y se agolparon en torno a él, y chilló de alegría mientras los copos le manchaban el rostro de espeso carmesí. Pero cuando les dirigió la palabra, los copos se alejaron regando de sangre otros sitios. El Vagabundo corrió detrás de unos y otros, pero los copos formaron un círculo, esquivándolo.

Se dedicó a eso durante largo rato, hasta que se sintió cansado y, llorando, se echó a dormir. Los copos volvieron a caer aleatoriamente, tiñendo el suelo y el cuerpo del durmiente. Al rato el color de aquellos copos no parecía sangre, sino vino tinto.

domingo, 15 de noviembre de 2009

IV

Llegó a un sitio donde había un ajedrez de marfil con casillas de mármol blanco y rojo. A cada lado había una silla, y en una de ellas había sentada una Mujer Barbuda. En la otra un espacio hueco donde el Vagabundo se sentó.

Sobre las casillas había esperado ver dos ejércitos desafiantes, sin embargo sólo encontró la figura de una esbelta mujer, elevada como un pináculo y ataviada con lujosos trajes blancos, con una corona de cuarzo blanco ceñida en la cabeza. Las casillas circundantes estaban pobladas por gigantes de hielo, mucho más pequeños que ella. En el otro extremo la figura de un hombre con calzas, jubón y sombrero humilde, tendido al lado de un árbol de piedra. Tan alto como los gigantes.

La mujer barbuda se inclinó hacia él, tratando de imitar la voz de un hombre: ¿No os reconoceis? Sois vos, caballero. El Vagabundo frunció el ceño: ¿Y de qué va este juego? La Mujer Barbuda respondió: No sería propio decir de qué va un juego que no puede levantar sus patas y caminar, preguntame por las reglas.

¿Cuáles son las reglas de este juego? Escúchame bien, el Vagabundo pelea contra todos los gigantes y luego toma a la Emperatriz de los Reinos Helados. Siempre combate solo, y al final quizá venza. Pero ahora no puedes jugar: estás tendido al lado de un árbol, soñando con oro, sangre, seda y carne.

sábado, 14 de noviembre de 2009

III

Siguió caminando.

Como seguiría haciendo siempre que vagabundeaba por aquellas soledades frias y azuladas, pensaba.

El mundo que veía ante sí le resultaba muy triste, muy frío. La brillante blancura de las extensiones heladas le habría parecido bella en otras circunstancias. Vagabundeando sólo le parecía representar una tragedia de la que, sin saber por qué, él se sentía protagonista. Se sentía desdichado, solo, no comprendía el por qué de la nieve, ni el del frío.

Frente a sus ojos había nieve y más nieve. Los copos no habían dejado de caer desde que abrió los ojos, y él no los había cerrado desde entonces. Las montañas seguían lejanas e imperturbables, nevadas en sus afiladas copas, los filos confundiendose en el cielo gris-azulado. Había cambiado de dirección en más de una ocasión, pero el paisaje permanecía invariable y cruel.

Pese a todo, aquel frio lo angustiaba profundamente. Recordaba el calor, el calor era rojo y agradable. En sus recuerdos el calor bailaba. Pero allí había nieve. Así que siguió caminando.

viernes, 13 de noviembre de 2009

II

Llevaba rato caminando por la llanura helada. Comenzó a ver a lo lejos un punto negro que conforme se acercaba cambiaba. Luego fue convirtiendose en la forma de una persona de quien emanaban todos los colores en alegre festival. Finalmente se encontró con una mujer, el pelo teñido de seis llamativos colores (todos los que en el arcoiris se encuentran menos el azul), el cuerpo ceñido en un elegante y escotado vestido negro, el blanco de la piel como el márfil, y los ojos enmarcados en máscaras negras. ¿Eres la Emperatriz de los Reinos Helados?, preguntó el Vagabundo. No, contestó ella.

"¿Quién es la Emperatriz de los Reinos Helados?", se dijo él.

Ella lo miró con arrogancia. ¿Quién eres? Puedes llamarme Belleza, Eternidad, respondió la mujer. ¿Y por qué vistes así? Para irradiarme hasta en la lejanía de este páramo blanco, para que mis colores abriguen y se cuenten en los cuentos, ¿no te parezco, elegante, memorable?. Sin duda, tu virtud es deseable, concédeme tu compañía y tu cuerpo, y así podríamos hacer un camino más ameno.

Y de repente, sus colores cayeron como una capa de mala pintura, desvanecidos en un golpe de viento violento. ¿Me recordarás?, preguntó ella. Claro que sí. Pero no sé quién eres, podrías robarme el vestido mientras estoy dormida y dejarme morir al cruel clima. No haría yo eso nunca. No estoy segura, aquellos paisajes que allí ves fluctuan al ritmo del paso, igual que la pasión caprichosa.

El Vagabundo corrió a consolarla, mientras le acariciaba el admirable cabello arcoiris, y Belleza, o Eternidad se derrumbó sobre sus rodillas, llorando, atrapada por una pena inconsolable. Pasó así largo rato hasta que se cansó y se alejó de ella, listo para irse. Ella lo llamó de nuevo, ¡no te vayas! ¡Yo te quiero! ¡Te mentí! ¡No me llamo Belleza, ni Eternidad! ¡Me llamo Olvido!

Pero en la lejanía sólo se veía como un punto negro.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

I

Los copos de nieve caían como un manto de lunares claros sobre un vestido azulado, componiendo la única melodía en aquel erial inmovil, blanco e inerte, danzando al son del viento helado y aullante.

El Árbol de Piedra estaba en medio de las inmensas llanuras heladas, y al pie de este descansaba el Vagabundo, que respiraba pausadamente, su mente elevada en sueños de oro, sangre, seda y carne.

El Vagabundo abrió los ojos. Recordaba valses bajo los techos de un palacio, a una mujer nívea retorciendose de placer sobre sábanas color escarlata; el esplendor y la gloria, y nada más. Se quitó las lagañas de los ojos y contempló con extrañeza las llanuras y las montañas de la lejanía.

"¿Quién soy? ¿Y qué busco?"

Su mente resonaba con esos dos interrogantes.